Otro día más en el que el viento del nordeste hace que el mes de Julio parezca Noviembre. No me apetecía nada salir, pero al final me obligué a mí mismo a hacerlo y decidí que lo mejor para espantar el frío sería dedicarme a andar de sube-y-baja por las laderas de una pequeña montaña al lado de casa.
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Mucho tiempo atrás, de esta montaña se extraía Wolframio (también conocido como Tungsteno). Este metal es usado, entre otras cosas, en ciertas aleaciones especiales de acero. Aquí unas de las pocas casetas que quedan de la explotación:
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Durante la Segunda Guerra Mundial Alemania necesitaba desesperadamente wolframio para sus fábricas de armas. Por contra, Inglaterra tenía de sobra.
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Me preguntaba cómo había llegado esa pieza de un frontal de tractor allí.
En fin, que Inglaterra no necesitaba el wolframio español para nada pero, para evitar que acabase en Alemania, decidió comprar toda la producción posible a base de pagar más que los nazis. Esto generó una subida de precios disparatada.
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Las viejas ruinas me fascinan. Pensar en todas las historias que discurrieron en esos lugares, por gentes hace tiempo desaparecidas y posiblemente olvidadas, me produce una sensación similar a la que se supone debieran inspirar los monumentos conmemorativos de batallas y otras tragedias.
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Por alguna razón surrealista, en una de las casetas había un buen surtido de peluches, además de una montaña de basura y algún que otro objeto curioso.
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La subida disparatada del precio del wolframio dio lugar a multitud de acontecimientos, sobre todo trágicos. Aún hoy siguen vivas en la memoria de los ancianos las historias sobre fortunas amasadas en pocos meses de contrabando y desaparecidas en una sola noche de juego. Nuevos ricos enloquecidos que presumían encendiendo sus cigarros con billetes de mil pesetas, que era más de lo que ganaban muchos lugareños en un año. Historias de víctimas del hambre de la posguerra que de noche iban a escarbar en los montes con la esperanza de encontrar algo de mineral, aterrorizados por la posibilidad de que alguien los denunciase y recibir de la Guardia Civil una paliza de muerte, a menudo por orden de cierto cura, que actuaba como organizador del tráfico de contrabando.
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Rodeé las casetas y el misterio del frontal del tractor quedó resuelto. Esa pieza de maquinaria no tiene relación con la mina, es muy posterior.
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Me puse a buscar otro resto de la actividad minera y me encontré con un muro de zarzas y ortigas. Dudé durante un momento, reuní valor y me interné por el sendero casi cerrado. Las zarzas me recompensaron con sus moras, de las que di buena cuenta, y las ortigas con su efecto tonificante, que aún me dura a estas alturas de la madrugada.
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Al final lo encontré: la última galería abierta de la mina. Disculpad por la calidad de la foto, pero es que ya comenzaba a oscurecer. En el pasado había unas cuantas galerías más, bastante extensas. También había pozos, que hasta hace unas pocas décadas inspiraban temor a los que nos movemos por esta zona, ya que solían estar cubiertos de maleza. El último del que tengo constancia se cegó hace pocos años.
Me interné unos metros por la galería, pero me encontré con que estaba inundada. Soy capaz de enfrentarme a zarzas, tojos y ortigas, pero detesto mojar los pies, así que allí terminó mi aventura espeleológica.
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Al final, como siempre, la salida se me hizo corta y volví a casa obligado por la noche que se aproximaba. Sangrando por las zarzas, con las pantorrillas escociendo por las ortigas y calado de frío, pero contento.